TOGETHER
El cuerpo es nuestra única arma para descifrar el paso del tiempo, el recipiente por el que las huellas dejan marcas notorias que nos recuerden de alguna manera lo que fuimos. Mediante el cuerpo forjamos la memoria más honesta. Se consume, agota y muta sin piedad. En una famosa escena de Novecento, Olmo y Alfredo se acuestan en la misma cama con una prostituta epiléptica, el cuerpo de la mujer colocado entre los hombres representa una barrera ideológica usada por Bertolucci como símbolo de las divergencias que se van forjando entre ambos amigos. Los desencuentros ideológicos y los contrastes de clases remarcan aun más si cabe esa importancia de cuerpos desnudos, con los penes empalmados, edénicos, dependiendo de las manos de una misma mujer. Son entonces cuerpos testigos de los cambios internos de hombres expuestos a las ideas de una sociedad en continua transformación. Más adelante de la película los mismos Olmo y Alfredo ya ancianos, gastados y débiles en sus movimientos, con los rostros curtidos por el tiempo seguirán albergando las mismas diferencias irreconciliables, todo cambia para que todo sigua igual.
Al ver Mountains May Depart (Jia Zhang Ke, 2015), uno no puede evitar recordar Novecento en esa presentación triangular de dos amigos de la infancia enamorados de una misma mujer. A pesar de que nunca tengamos una situación visual del pasado de Zang y Liangzi intuimos una estrecha relación que ha ido deteriorándose debido a las diferencias de clases, y los ideales, y que convergen en cierta armonía mediante la presencia, el cuerpo, de una sola mujer. Resonancias que entroncan el hermoso triangulo de personajes con la evocación de un pasado remoto en la niñez donde los amigos felices todavía conservaban la inocencia.
La escena que más me llega es precisamente una donde el director nos muestra un plano frontal de unos mineros a punto de ser fotografiados. En el plano de conjunto vemos a los hombres posando para la foto e inmediatamente después del disparo de la cámara como uno a uno van saliendo del plano hasta dejar solo en la imagen a Liangzi. Cabizbajo, con las manos en los bolsillos, y la mirada pensativa, abandonará pausadamente su lugar en el encuadre. Es interesante la utilización de este personaje por parte de Jia Zhang Ke en cuanto a pesar de olvidarse en un momento determinado de su devenir ha impuesto en sus espaldas la verdadera ideología de la china familiar, de la China hereditaria, del trabajo con las manos y el sudor de un hombre que nace y parte de la tierra.
Me he fijado en Liangzi porque es quizás el cuerpo presente de una cultura arraigada en el esfuerzo. En su halo y figura hallamos la corpórea llaga del tiempo. Un cuerpo que cae enfermo debido a las exposiciones de los gases de la mina, que abandona herido su hogar y se ve obligado a regresar a el afrontando nuevamente su pasado.
Empatizo con este hombre y en la belleza de cómo intermedia en cada escena, entrando de un lado u otro del plano, casi invisible. Puede parecer el vértice más débil del triangulo pero yo intuyo que es la fuerza que lo mantiene estable.
Es precisamente Liangzi el que, después de que Tao estrelle el nuevo coche de Zang contra un poste, utilice el vehículo como metáfora tanto de su país, como de los espejismos de evolución socioeconómica.
Un coche de tecnología alemana, de entrañas extranjeras, pero de carrocería, cuerpo, chino. Una estructura agigantada que sin embargo no puede sino ser débil y ligera para sostener el vertiginoso crecimiento. Por citar un solo caso más imagino el instante en donde Tao comparte el mismo cuenco para comer raviolis con Liangzi ante el palpable enojo de Zang. Cito esto porque en una película tan alejada de mostrar la intimidad de los cuerpos desnudos, o de exteriorizar los sentimientos esa escena representa un caudal expresivo de compenetración.
Me atrevería a decir que es casi la única alusión sexual, orgánica, de un filme escurridizo que huye consciente de ello. Algo que veremos más adelante primero en la emocionante estampa de la madre y su hijo usando los mismo auriculares para escuchar la canción cantonesa, y segundo en la relación maestra/alumno representando espejismos, alusiones a recuerdos que tienden a sustituir carencias, que son otras formas de estribar emociones, de integrar cuerpos con claros nexos de unión.
Es incuestionable la forma en la que Zhang Ke temporiza cada etapa de su película a través no solo del formato, sino de los cuerpos y sobre todo por medio de unas elipsis profundamente occidentalizadas, que pasan de comprimir el tiempo en una primera parte a dilatarlo progresivamente en el relato. Un ritmo que a pesar de fijarse en un contexto mayoritariamente oriental pide o denota una expresión occidental en el espacio que otorga a cada elipsis o a cada suceso, sin pararse en contemplaciones.
El director decide contar la historia bajo los parámetros narratológicos del melodrama, abarcando más de dos décadas de historia personal y social de una China ciclotímica que irrumpía en el capitalismo de una forma abrupta y acelerada. Su idea del tiempo es inclemente, dolorosa, pero fugaz como avisándonos del peligro generacional, del sufrimiento que conlleva tomar ciertas decisiones que pesaran el resto de nuestras vidas. Y no hay en Mountains May Depart decisión que no afecte en el tiempo, mermando cruelmente los cuerpos tanto de los hombres y mujeres como de las naciones o sociedades que nos dan cobijo.
Los ímprobos esfuerzos del cineasta por materializar los estragos del tiempo constituyen un asedio virtual por esclarecer a través de los fondos, de la composición o de la misma puesta en escena ideas que organicen en el plano esa sensación angustiante de fugacidad.
Los desenfoques utilizados en muchos instantes con respecto a la imagen, así como la funcionalidad o austeridad de filmar el formato cuadrado durante el primer tercio de película, abrazan consecuentes la ruptura, el desarraigo o desapego de unas personas invalidas en el plano, obligadas a la soledad. Zhang Ke asigna a cada tiempo un mecanismo que lo haga más terrible, más asfixiante, más difícil de acaparar. La escena del rio donde Zang le incrimina a Tao el hecho de que Liangzi siempre les acompañe impidiendo cierta intimidad entre ellos resalta en la elección del director de plasmar unos encuadres de escasa movilidad con la cámara. Veremos moverse al fondo la corriente del rio mientras ellos (Tao y Zang) apenas cambian de posición, siendo el caudal de las aguas las que vuelvan a darnos testimonio del rápido e inabarcable paso del tiempo.
Por más que en un principio la mítica Go West de los Pet Shop Boys (canción no solo anímica sino también usada como leitmotiv narrativo), marque en negrita los latigazos de la historia, serán otros motivos musicales y la enorme presencia tonal de la partitura original de Yoshihiro Hanno, las que sostengan en singulares condiciones la excelsa matriz dramática del relato. La canción típica cantonesa reubica y sirve de pegamento entre el pasado y futuro dentro de una dinámica diegética utilísima, casi el único valor en alza dentro las replicas de la narración elíptica. Asombra lo que algunas notas pueden describir en una película contada con velocidades cambiantes que huyen tanto fuera como dentro del plano.
Olvidándose de la cronología estricta. Solo al final, en ese gran delta dramático que inunda la pantalla, conectamos inicio y desenlace obviando el fulminante deseo de evocación transmitido ya desde los primeros compases de película. Unos bailes que exorcizan en llanto o alegría unos cuerpos testigos de todos y cada uno de los ciclos universales. Cuerpos que son sensaciones felices como igual lo eran desnudos los de Olmo y Alfredo en Novecento, son termómetros de enfrentamientos o roturas, como los espasmos de aquella prostituta epiléptica que aborda y simboliza en su descomposición el terrible devenir social de un país. Mountains May Depart concluye sin buscar la línea fácil o sin entrever esperanza dejando quizás, puedo asegurar que así ha sido para mi, uno de los efectos más tristes que uno pueda percibir dentro de una sala de cine.
David Tejero